Nota extractada del libro: 50 fechas clave de la conquista de Navarra (1512-1525). Joseba Asirón y Martín Altzueta. Editorial Txalaparta.
En 50 fechas clave de la conquista de Navarra, Joseba Asiron y Martintxo Altzueta reconstruyen los 50 hechos más relevantes de la conquista del Reino de Navarra, y recrean los pasajes y personajes de la resistencia frente a la invasión castellana.
A continuación siete capítulos de la relevante obra.
A continuación siete capítulos de la relevante obra.
21 de julio de 1512 • El duque de Alba invade Navarra
El 21 de julio de 1512 culminó, por fin, la infame política practicada contra Navarra por Castilla y Aragón, cuajada de una larga serie de agresiones que habían ido laminando el reino pirenaico desde hacía no menos de cuatro siglos. Fadrique Álvarez de Toledo, II Duque de Alba, rompió aquel día la frontera de Navarra por Goizueta y Ziordia con un imponente ejército de 12.000 hombres, curtido en las campañas de Italia y África.
Quien le enviaba, Fernando el Católico, había retorcido durante años la legalidad hasta niveles de sonrojo, combinando la amenaza militar directa en las fronteras con las presiones diplomáticas y los manejos ante el Vaticano y ante el rey de Inglaterra, con el único objetivo de acabar con la independencia del milenario reino pirenaico. Y por fin consideraba que la fruta estaba madura. Los reyes Juan de Albret, Juan III de Navarra, y Catalina I, que habían pacificado el reino tras acabar con las guerras civiles, y que en opinión de José María Lacarra habían dado muestras de energía y buen gobierno, veían así su trabajo derribado de un solo golpe. El Falsario, que llevaba años conspirando contra Navarra, no estaba dispuesto a consentir la existencia de un reino navarro unido y pacificado, que comenzaba a levantar el vuelo tras décadas de inestabilidad, y decidió quitarse de una vez por todas la careta, optando por la vía militar.
Desde el bando navarro se exploraron diferentes posibilidades de defensa, como la llevada a cabo por Johan Remíriz de Baquedano, en Ataun, y fijando algunos puntos de defensa en lugares como Uharte-Arakil. Los roncaleses, la élite del minúsculo ejército navarro, llegaron incluso a tenderles una emboscada en el desfiladero de Oskia, pero todo fue inútil. La realidad era que no había en Navarra fuerza capaz de hacer frente a semejante ejército, que desplegaba sus coronelías a lo largo de 12 kilómetros.
El 25 de julio se produjo la entrada triunfal del duque de Alba en Pamplona, operada por la puerta de San Lorenzo al son de trompetas y timbales. Antes, los representantes de la ciudad habían intentado una desesperada negociación, pero la respuesta del duque de Alba, recogida por el cronista español Luis de Correa, que sirvió como soldado del duque de Alba, no dejaba lugar a dudas: «prometiéndoles que, si la obediencia no traían, la ciudad sería metida a saco con gran crueldad». Esta, y no otra, es la verdad de esa «feliz unión» que los falsarios de la historia pretenden aún vendernos.
A mediados del año 1522, los ocupantes españoles habían completado casi totalmente la segunda conquista de Navarra, iniciada el año anterior tras el desastre de Noain. No obstante, el todopoderoso emperador Carlos I de España y V de Alemania tenía aún una espina clavada en su orgullo y en sus planes de conquista: el baztanés castillo de Amaiur seguía en manos navarras. Allí se habían encerrado algo menos de 200 navarros, sin esperanzas reales de recuperar el reino, pero con el ánimo de aguantar, cuanto pudieran, la abrumadora superioridad del enemigo. Al frente de ellos y como alcaide del castillo se encontraba el experimentado capitán Jaime Belaz de Medrano, a quien acompañaba su hijo Luis, persona de extraordinario valor, según recogieron los propios cronistas españoles una vez conquistado el castillo. Se hallaba allí también al menos uno de los hermanos de San Francisco, Miguel de Xabier, así como Víctor y Luis de Mauleón. El resto de los defensores del castillo era una amalgama de nobles, artesanos, clérigos y ciudadanos de a pie que difícilmente podrían ser adscritos a los bandos beaumontés o agramontés, y que eran más bien simples legitimistas.
El 4 de julio de 1522, un imponente ejército de asedio se puso en marcha desde Pamplona. Aunque los autores no se ponen de acuerdo sobre el número de soldados que lo componían, es seguro que estaba formado por miles de hombres, y llevaban además un tren de artillería de 16 cañones, capaz de reducir a escombros, en pocas horas, el viejo y medieval castillo de Amaiur. El 6 de julio, los españoles acamparon en Ostitz, y al día siguiente se encontraban en Lantz, dispuestos ya a iniciar el ascenso del puerto de Belate y entrar en el valle de Baztan. En Amaiur, mientras tanto, los navarros atrincherados recibían cartas de ánimo y apoyo de sus amigos y partidarios, como aquella enviada por el exiliado navarro Sancho de Yesa, en la que se refería a ellos diciéndoles «gentileshombres de nuestra nación y linaje, ganaréis tanta honra cuanto jamás nación ganó».
Asalto al castillo
19 de julio de 1522 • Cae el castillo de Amaiur
El 13 de julio de 1522 quedó definitivamente formalizado el cerco español al castillo de Amaiur. Los navarros atrincherados dentro de la fortaleza quedaban así completamente rodeados, aislados y sin posibilidad alguna de recibir socorro exterior. Los esfuerzos del hijo del mariscal don Pedro y del señor de Belzunce por contactar con los sitiados fracasaron ante la superioridad enemiga, y se procedió a un duro y concienzudo bombardeo del castillo, a cargo de los 16 cañones españoles. Los restos maltrechos de Amaiur, recuperados hoy en día gracias a las campañas arqueológicas llevadas a cabo por la Sociedad Aranzadi, dan buena muestra de dicho cañoneo, puesto que han aparecido numerosos restos de metralla e incluso algunas bombas, de 15 kilos de peso, incrustadas en sus descalabrados muros. A pesar de todo, los navarros comandados por Jaime Belaz de Medrano rechazaron todos los intentos de asedio, e incluso el virrey español, conde de Miranda, fue herido en la boca de una pedrada, muestra clara del desesperado encarnizamiento del combate. El virrey se quejó en voz alta de la obstinación de los asediados, ante lo que Luis de Beaumont, navarro traidor que acompañaba a los invasores, le dijo que no tenía por qué asombrarse, puesto que «aquellos nabarros son».
El 19 de julio de 1522, con los muros del castillo reducidos a escombros y perdida toda esperanza de frenar por más tiempo a los asaltantes, Jaime Belaz de Medrano rindió el castillo al virrey español, a cambio de que se respetasen sus vidas. El hijo del alcaide, Luis Belaz, del que incluso los cronistas españoles afirman que «era muy valiente», se negó a capitular y entregar su espada, y los asaltantes tuvieron que reducirlo a mandobles. Después, los legitimistas muertos fueron enterrados en la iglesia de Amaiur, y los defensores capturados fueron encarcelados en Pamplona y en el castillo de Atienza, donde pasarían hambre y grandes privaciones. Dos semanas después de ser encarcelados en Pamplona, Jaime Belaz de Medrano y su hijo Luis aparecieron asesinados en su celda, arteramente envenenados, mientras que Miguel de Xabier, más afortunado, pudo salvarse al escapar del presidio intercambiando sus ropas con las de una misteriosa mujer que le llevaba la comida.
12 de agosto de 1522 • Voladura del castillo de Amaiur
Ya hemos visto que, tras la toma del castillo de Amaiur, consumada el 19 de julio, los navarros apresados fueron encerrados en diferentes prisiones, y que el alcaide Jaime Belaz y su hijo Luis fueron asesinados en su celda apenas dos semanas después. Eliminados estos incómodos obstáculos, quedaba todavía pendiente el destino del viejo gaztelu beltza baztanés, muy maltrecho tras el intenso bombardeo. En un principio se dieron órdenes encaminadas a su rehabilitación, pero el 30 de julio, de forma sorprendente, el virrey conde de Miranda ordenó su inmediata demolición, «de manera que no quede piedra sobre piedra». El 12 de agosto de 1522, el antiquísimo castillo voló por los aires hasta sus cimientos, en una explosión que pudo escucharse en todo el valle. Tan solo algunos despojos fueron salvados de la destrucción, como una pequeña pieza de artillería, ya inutilizada, que fue vendida al herrero de Elizondo para que la fundiese, o la puerta de hierro del castillo, que el beaumontés Martín de Ursúa se llevó para ponerla en su casa. Cinco siglos después sería redescubierta en la torre Jauregizaharrea de Arraioz, todavía acribillada por los disparos efectuados contra ella en 1522.
A partir del 2006, la Sociedad de Ciencias Aranzadi procedió a la sistemática excavación arqueológica del castillo de Amaiur. En las sucesivas campañas se pudo recuperar el trazado exacto de sus viejos muros, las torres circulares que los flanqueaban, algunas de las dependencias interiores y hasta un aljibe para acumular el agua de lluvia y poder soportar los asedios. En lo más hondo del depósito se encontraba aún el cubo con el que extraían el agua. Entre los escombros aparecieron además clavos, puntas de flecha y lanza, huesos de los animales con los que se alimentaban, multitud de trozos de metralla e incluso varias bombas intactas, así como una espada, fundida a fines del siglo XV, que había permanecido sepultada entre los escombros desde que se soltó de la mano de su dueño, en aquel trágico verano. Con gran esfuerzo se ha conseguido recuperar el viejo castillo, rescatándolo de las toneladas de escombros que lo cubrían, para que todos podamos homenajear a los navarros que dieron su vida por la independencia de su país. Amaiur... betiko argia!
9 de septiembre de 1512 • Rendición de Tudela
El derrumbe de las defensas navarras ante la invasión castellana dejó a las ciudades de la Ribera en una situación de indefensión total. El 17 de agosto, en previsión de lo que se les venía encima, habían lanzado ya una llamada de socorro. Especialmente importante se consideraba la posible caída de Tudela, puesto que era la auténtica capital de la Ribera y el principal bastión defensivo del sur de Navarra. Y sus temores se mostraron bien fundados, porque para el 21 de agosto Fernando el Católico, asentado en Logroño, había amenazado con destruir la ciudad si no se rendía de forma inmediata. El 28 de agosto habían caído Cascante, Corella y Cintruénigo. Se puede decir que casi se había completado la conquista de la Alta Navarra, donde en ese momento tan solo aguantaba Tudela, aparte de algún otro núcleo de resistencia aislado.
Mientras tanto, la situación en la capital ribera era ya desesperada, y se producían encendidas discusiones entre los vecinos que querían resistir hasta el final y los que pensaban que ya se había hecho suficiente, llegando a darse algunos enfrentamientos entre ellos el 3 de septiembre. Pero el apremio de las autoridades españolas era cada vez más insistente, y los plazos otorgados para la rendición se agotaban, enfrentándose de manera casi inminente a la posibilidad real de un saqueo de la ciudad, con la consiguiente destrucción de la misma y la pérdida irremisible de vidas humanas. Ante este hecho, el 9 de septiembre de 1512, la ciudad envió una última carta a los reyes Juan y Catalina, en la que les comunicaban la inevitable rendición ante los españoles. Acto seguido se formalizaba la capitulación. Las tropas españolas entrarían poco después en la ciudad, con el condestable de Castilla a la cabeza, flanqueado por los obispos de Santiago y Palencia. Es de suponer que, prácticamente a la vez que se producían estos hechos, los reyes de Navarra, refugiados en sus territorios situados al otro lado del Pirineo, leían la carta de los tudelanos, en la cual se les pedía que entendieran su situación, así como la decisión que estaban obligados a tomar, ante la inminente posibilidad de una destrucción total. Terminaban despidiéndose de sus reyes, diciéndoles que «quieran vuestras Altezas hallar más poblada esta su ciudad de nuestros hijos, que no de extranjeros».
Tras el sometimiento de Tudela y de la práctica totalidad de la Alta Navarra, los españoles se volvieron hacia la Baja Navarra, cuya defensa encabezaban dos viejos enemigos, el señor de Agramont y su rival el beaumontés señor de Lusa. El coronel Villalba, como vanguardia del ejército que lideraba el mismísimo duque de Alba, se puso en marcha hacia allí con cerca de 4.000 hombres, sometiendo de paso aldeas que hasta entonces no habían visto pasar a los destacamentos invasores. Incendió el pueblo de Orreaga y asaltó el viejo monasterio, y pasó a continuación a Ultrapuertos. La principal plaza bajonavarra era Donibane Garazi, que estaba dotada de un cinturón amurallado y un castillo en la parte más alta de la colina en que se asienta la ciudad. Lamentablemente, como ocurría con la mayoría de los castillos del reino, estas defensas eran medievales y anticuadas, y no estaban preparadas para resistir los embates de la artillería, por lo que eran presa fácil para un ejército moderno. Algo que conocían sitiadores y sitiados. Se produjeron escaramuzas y choques con tropas navarras en las cercanías de Maule, pero podemos decir que la zona había sido ya controlada para el 10 de septiembre de 1512. Los navarros se dedicaron entonces a atacar las columnas españolas de abastecimientos, asaltándolas y desbaratándolas, hasta el punto de que pronto conseguirían que algunas unidades veteranas del ejército invasor llegaran a amotinarse por falta de paga y alimentos.
Los españoles dieron a Baja Navarra un trato especialmente cruel, como el mismísimo cronista español Luis de Correa dejó escrito. Correa relata que el obispo español Bernardo de Mesa dio carta blanca para que los soldados destacados en Baja Navarra destruyesen y saqueasen cuanto quisiesen, puesto que los navarros, como aliados de los franceses, eran considerados herejes. Dice, de manera literal, que les dio licencia «para usar de ellos como esclavos, así viejos como mozos, mujeres y niños, y poseer sus bienes». En esta locura destructora, localidades bajonavarras como Ainhize-Monjolose, Garriz y Huarte arderían por los cuatro costados, y el saqueo y las violaciones se repetirían durante días en toda la zona, en unos hechos que, posteriormente, el coronel Villalba justificaría por considerarlos necesarios para someter a la población mediante el empleo del terror.
Desde que el 22 de agosto de 1512 fuera tomada por las tropas españolas del duque de Alba, Estella se había mantenido en una engañosa tranquilidad, puesto que la fortaleza de la ciudad seguía en manos navarras, y la población tan solo esperaba una oportunidad para sublevarse. Los ocupantes eran conscientes de esa inestabilidad, y por ello acantonaron en la ciudad una fuerte guarnición, para mantenerla sujeta y vigilada. La ocasión esperada por los legitimistas se presentó por fin la primera semana de octubre. El 30 de septiembre de 1512, el rey Juan III de Navarra había anunciado, desde Donapaleu, su intención de recuperar el reino por la fuerza de las armas, y aquella misiva había espoleado al mariscal Pedro, retenido en Logroño, para huir a Baja Navarra y ponerse a las órdenes de su rey. Fernando el Falsario, que había entrado con su séquito en Tudela el 4 de octubre, recibiría furioso la noticia de la fuga de su valioso rehén. El mariscal, además, había llamado a sublevarse a los navarros y a su orden se levantaron castillos como los de Tafalla, Miranda, Santacara, San Martín de Unx, Salinas de Oro, Murillo el Fruto, Cábrega y Deio.
Este llamamiento tuvo especial relevancia en Estella, donde la población salió a las calles el 5 de octubre, armándose con lo que pudo y poniendo en fuga a la guarnición ocupante. Por desgracia, la insurrección estellesa careció de los necesarios apoyos externos, puesto que el contraataque del rey Juan III se estaba organizando con demasiada lentitud. La ciudad volvió a ser sitiada por una tropa de 3000 hombres, y Estella cayó de nuevo en manos españolas el 9 de octubre, sufriendo a continuación un concienzudo saqueo, en el que ardieron incluso los documentos de su antiguo archivo. El castillo de la ciudad aguantaría el asedio hasta el 30 de octubre, pero terminaría sufriendo idéntica suerte. El cronista Luis de Correa pone mucho cuidado en no relatar el carácter popular de la sublevación de Estella, pero sí que menciona de manera expresa las coacciones a las que fue sometida la población, obligada a trabajar en los campos, y el destierro al que fueron condenados los más activos legitimistas, a quienes el exsoldado español califica eufemísticamente como «hombres bulliciosos y escandalosos».
A principios de enero de 1513, una vez se había producido la conquista y el primer intento legitimista del otoño de 1512, Fernando el Católico tenía dos ideas muy claras. Una, que los reyes de Navarra volverían a intentar recuperar el reino robado. Dos, que las viejas murallas medievales de Pamplona no eran ya operativas ante los avances de la artillería. Por ello se acometió la construcción de un nuevo y moderno castillo en la capital. El lugar elegido fue una explanada situada al sur de la ciudad, en el frente más desguarnecido, entre la actual Plaza del Castillo y el arranque de la Avenida de Carlos III.
Para conseguir la piedra necesaria se desmanteló el viejo castillo medieval construido en el siglo XIV en el cuadrante noreste de la plaza, el más cercano al hotel La Perla. Algo que no era suficiente para la nueva fortaleza. El 7 de enero de 1513 comparecían en la capital los representantes de los pueblos de la Cuenca de Pamplona, a los que se comunicaba la obligación de contribuir con su trabajo a las obras del castillo. Deberían aportar todos los carros y acémilas que tuvieran, para acarrear piedra, calcina y madera en grandes cantidades, y se les amenazó con fuertes sanciones en caso de no cumplir estas instrucciones. En los siguientes meses, las órdenes se extendieron a Elorz, Unciti, Aranguren, Egüés y Esteribar, e incluso a localidades más alejadas como Murillo el Fruto, Santacara, Mélida, Murillo el Cuende, Carcastillo o Pitillas. Se elaboraban, además, listas con los nombres de los vecinos desobedientes, a los que se impondrían multas y castigos.
El nuevo castillo era una soberbia fortaleza, tipológicamente cercana al castillo español de Salses, en el Rosellón (1503), a cuya generación castellológica pertenecía. Ambos suponían la superación de las últimas fortalezas medievales españolas, fundamentalmente las de La Mota de Medina del Campo (Valladolid, 1483) y Coca (Segovia, 1493). Y no digamos los viejos y obsoletos castillos navarros, cuyo más moderno exponente era la fortaleza palaciega de Olite (1414). Este castillo de Santiago tenía planta cuadrangular, con grandes fosos y torres de recinto circulares, que iban rematadas en alto por plataformas artilleras. Tuvo una vida efímera, a pesar de todo, puesto que fue derribado en 1590, y sus piedras empleadas en la construcción de la futura Ciudadela, con la que los españoles quisieron consolidar la conquista de Navarra y custodiar bien la pieza que tanto les había costado cobrarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario